Ir y venir a mi trabajo caminando es un privilegio que pocos tenemos en la Ciudad de la Furia. Para observadores como yo, hasta desearía que el trayecto fuese un poco más largo. Pero la observación matutina me expone a señoras como la del vestido verde que acabo de ver. Con un vestido sin duda hecho por manos ya ajadas de tanto vivir, de brazos cansados pero siempre fuertes y listos para abrazar.
La señora del vestido verde me recordó a la señora que hacía los vestidos más bellos no por sus líneas perfectas o impecables sino por el amor y la entrega con que los hacía, a esa señora que amaba el color, que prefería caminar cuando iba a hacer la compra diaria en el abasto, que siempre tuvo palabras de afecto, ojos de amor y manos listas para acariciar, a la señora con acento italiano a pesar de los 50 años fuera de Italia, a aquella señora que fue desde un paso fuerte, vigoroso e incansable a un paso temeroso por lo peligroso de caerse, a la señora de alma y ojos buenos, de brazos con piel suave ya manchada por el paso de los años, a la señora culpable de que hoy no pueda comer gnocchi porque hay sabores irrepetibles.
La señora del vestido verde me trajo los recuerdos más hermosos, pero lamentablemente en un momento en que aún no logran opacar lo intenso del vacío que la ausencia me dejó.